El día de su retorno a su casa, me levanté temprano, fui a hacer algunas compras para que se las llevara. En el trayecto, recordé que mi abuelita, cuando era pequeña, me llevaba cada mes por un helado o unas galletas. Así que, pasé por una panadería, y al tomar el café de la tarde, se las entregué, se sorprendió me miró y me dijo:
— Te voy a extrañar.
De pronto, esa frase validó cada segundo que dediqué en cuidarla, en darle su suero, su medicación y su comida. Era todo lo que yo quería, con eso me bastaba.
Mi abuelita solo se comió dos o tres galletas, y le pregunté: — ¿No le gusto?
Mi abuela respondió: — son para ti, tú ya te quedas solita y vas a tener hambre.
Yo sonreí (como símbolo de mi gratitud).
Cuando se fue, lloré por una horas, comprender que los padres, los abuelos, la familia van envejeciendo no es nada fácil, así como a los padres no les es fácil el crecimiento de sus hijos. Ellos guardan cada mes para esa caja de galletas, un lápiz de color, el par de zapatos que te hace falta; hacen tantos sacrificios a lo largo de su vida para no comerse ni una galleta. Sin verbalizar, la enseñanza queda demostrada.